Los coches rugen,
escupen, se insultan, se mueven torpemente por inercia entre la ciudad, ajenos
del espectáculo que hoy les brinda el día.
Hay un momento en el que
temes.
Rozas con delicadeza el borde sin intentar mirar abajo, sabes que la
altura no se puede calcular y que el viento no sopla despacio. Inspiras. El
aire siempre sienta mejor cuando se coge en los límites, quizás o tal vez porque se vive como
si tomaras la última bocanada de vida. Sonríes. Ahí, pensar en que luego tal
vez ya no existas, te produce un cosquilleo que siempre termina en algún tipo
de expresión de, esa forma llamada, humor. Expiras. Desearías guardar en una
caja de latón ese momento en el que te imaginas aire. Dejas de envidiar a los
globos que surcan los cielos y dejas que la ligereza te invada. Flotar es un
sueño. Casi, por un momento, crees despegar tus fríos pies del suelo. ¿Es eso lo que se siente antes de hacerlo?
– te preguntas en tu interior. Sonríes. Me
gusta. A un paso, solamente un paso del tan ansiado trofeo. Pero algo te
estropea el momento. Ha sido fugaz e imperceptible, salvo durante una fracción
de segundo y, eso, ha bastado. A veces detestas que tu mente sea más rápida que
tus actos, sin embargo, intuyes que tiene algo de razón. La detestas. Al mismo
tiempo la amas. Miras abajo sin temblar, sin notar el vértigo, sin tristeza.
Más bien como diciendo hasta luego.
Giras sobre ti misma y vuelves sobre tus anteriores pasos. Sonríes.
Es justo la muerte, lo que le da sentido a la
vida. Vivir sin riesgos, sería como jugar al tenis sin red: no tendría emoción
alguna.