La vida acostumbra a ser paciente, delicada y cariñosa,
cálida y también fría. Deja pedacitos de su propia alma esparcidos por
rincones, calles y balcones, parques, cines y bares, entre algunas miradas,
algunas sonrisas y algunas palabras que se dejaron escapar por ese interlocutor
descuidado. No dice qué hacer ni cómo, ni siquiera por qué, pero allá donde
pisa siempre deja pequeños pedacitos de destellos y brillos que atraen la atención
de atentos observadores o afortunados despistados.
Ella sabe que el sol brilla de la misma manera para
todos, que la libertad se anhela en todas partes por igual, que la palabra amor
significa lo mismo y que el odio siempre hace daño. Reconoce que no todo es
fácil, pero que siempre hay causas por las que luchar, por las que vencer e
incluso por las que merece la pena caer. Es consciente de que la realidad se ha
vuelto tan compleja que cada vez es más complicado sostenerla con sólo un par
de manos. Demasiados ruidos, demasiadas imágenes, demasiadas historias mal contadas
y mentiras bien hiladas que distraen de lo importante, de lo que merece cada
una de nuestras miradas y sonrisas, de nuestros esfuerzos y energías.
Lo sabe pero no puede gritarlo.
No porque nunca tuvo una voz fuerte o potente, sino
tranquila y suave. No porque ahí siempre el volumen es tan alto que no se oyen
los pájaros. No porque gritando la gente nunca se entiende. No porque tampoco
es quien para hacerlo. Por eso, susurra y reparte lágrimas de esperanza entre
las grietas de terror y rencor que la gente ha ido abriendo. Por eso toca
delicadamente las mejillas de los transeúntes. Por eso juega entre las nubes
que anuncian la primavera y también con las hojas que desprende el otoño. Por
eso hace reír a los más pequeños siempre que puede y sonreír a los ancianos.
Por eso y porque como ella, siempre hay gente que recuerda a cada instante qué
sentido y valor tiene eso que se llama vida.